Universidad Politécnica de Madrid.
La crisis todavía no asumida de la razón productivista del trabajo y sus consecuencias
Así las cosas, con los economistas llamados "neoclásicos" de finales del siglo XIX se apunta un nuevo desplazamiento conceptual del que todavía, a mi juicio, no han se han extraído todas sus consecuencias sobre la razón productivista del trabajo. El desplazamiento vino dado por la hegemonía de un nuevo factor de producción: el Capital, considerado inicialmente como un útil colaborador de la Tierra y del Trabajo en las tareas productivas, pasó a eclipsarlos, al postular estos autores que, en última instancia, Tierra y Trabajo eran sustituibles por Capital, que aparecía así como el factor limitativo último del proceso de producción de riqueza.
La hipótesis de la perfecta sustituibilidad de los factores de producción, permitió rematar el cierre conceptual de la noción de sistema económico en el universo de los valores pecuniarios, haciéndolo ganar en simplicidad y en coherencia lógica. Pero a la vez lo aisló de los aspectos físicos, sociales e institucionales en los que se enmarcaba obligadamente su funcionamiento. Una vez cortado el cordón umbilical que unía originariamente lo económico a las dimensiones físicas y humanas, una vez indicado que producir era simplemente obtener un "valor añadido" a base de revender con beneficio, la preocupación social fue derivando desde la producción de la riqueza hacia adquisición de la misma. Y la contrapartida expresable en términos monetarios (generalmente en forma de salario), se erigió en el único criterio delimitatorio que señalaba la frontera entre aquellas actividades que se consideraban trabajo y aquellas que no entraban en esta designación. Así, por ejemplo, las tareas de las "amas de casa" no se consideraban trabajo (ni producción, ni renta, ni consumo), pero las del "servicio doméstico" sí. Lo cual da lugar a paradojas como la que se subraya al comentar que basta con que un gentleman se case con su cocinera, para que disminuya el trabajo (la producción, la renta y el consumo), aunque siga haciéndole la misma comida. Sin embargo la actividad (asalariada) de los funcionarios era considerada trabajo fuente de producción (y consumo) de servicios (imputados), aunque no estuvieran destinados a la venta. Lo mismo que la actividad remunerada de los deportistas profesionales se considera trabajo, pero no la de los amateurs, aunque ambas reclamen esfuerzos similares. De ahí que las actividades que la economía estándar engloba bajo la denominación de trabajo (es decir, las que se realizan para obtener una contrapartida monetaria o monetizable y no por el afán mismo de realizarlas) coincidan con aquellas que los antiguos griegos y romanos consideraban impropias de hombres libres, como lo confirma el significado originario de los términos que hoy se emplean para designarlo (tripalium, duleia,...). Actividades que el creciente proceso de salarización desatado por el capitalismo se encarga de extender por todo el cuerpo social.
En el terreno de los hechos, la en otro tiempo tan ponderada "producción material" fue quedando relegada a la "periferia tercermundista", mientras las metrópolis del capitalismo orientan preferentemente su actividad hacia la compra de productos terminados o de piezas a ensamblar. La tarea de estas últimas ya no se centra tanto en la producción y exportación de manufacturas como en la venta de "servicios" y en el comercio de activos patrimoniales, equilibrando sus balanzas de pagos con las entradas de capital a corto y el funcionamiento del mercado de divisas. Los “cuellos azules” no sólo fueron dando paso a los “cuellos blancos”, sino que estos mismos se fueron reconvirtiendo hacia las necesidades que imponía el manejo informatizado de la gestión y las finanzas e invirtiendo cada vez más esfuerzos en la llamada “lucha por la competitividad”. En suma, el peso creciente del mundo financiero, de la información, la comercialización y la gestión en la adquisición de la riqueza, se mantiene a la sombra de la idea smithiana de sistema económico centrado en la producción de mercancías, la frugalidad y el trabajo, que todavía perdura como paradigma interpretativo cuyas funciones explicativas se ven suplidas por aquellas otras de justificatorias del statu quo.
Como consecuencia de lo anterior, fue perdiendo apoyo la antigua razón productivista del trabajo que se mantuvo, no sólo por inercia conformista, como otras reminiscencias físico-utilitarias que todavía impregnan al agregado del Producto Nacional y a la propia noción de productividad, sino porque la configuración de nuestras sociedades le otorgó nuevo respaldo. En efecto, cuando decaía la vieja razón productivista del trabajo enunciada por la "economía política", la consideración del trabajo como meta social e individual cobró nueva fuerza. Los pobres pasaron de pedir pan a pedir trabajo, y el burgués pasó de ser, como decía en otro tiempo la canción, "insaciable y cruel", a convertirse en un bonacible "creador de puestos de trabajo". Y es que una vez eliminadas las instituciones que daban sustento y cobijo al individuo en las sociedades anteriores al capitalismo, una vez reducida a la mínima expresión la familia, la tribu o la ciudad, como elementos que arropaban física y socialmente al individuo, el trabajo cobró cada vez más importancia como medio para relacionarse y promocionarse en el terreno profesional, económico y social. El trabajo se acabó convirtiendo así, como decía Max Weber, "en el factor principal de un régimen de 'ascetismo intramundano', en respuesta al sentimiento de soledad y aislamiento del hombre" (E. Fromm, 1979). Este sentimiento se hace sentir con fuerza en las actuales conurbaciones y se agrava, cuando el desarraigo que en ellas se genera no encuentra la válvula de escape del trabajo como medio de evasión, relación y promoción social al alcance de los individuos. La frustración del paro suele ser la chispa que desencadena el alcoholismo, la drogadicción, la delincuencia,... que arrastran a los individuos por la pendiente de la marginación social y el deterioro personal. A la vez que las importantes tasas de paro "estructural" hacen que la búsqueda obsesiva de trabajo, y el afán de inmolarse a él, sean moneda común en nuestros tiempos, reforzando un nuevo ascetismo del trabajo todavía más compulsivo del que se desprende de la antigua razón productivista. Ascetismo que paradójicamente, se revela en franca contradicción con el hedonismo que predica la llamada "sociedad de consumo". Extremando la incapacidad de trabajadores y parados para disfrutar incluso de un recurso en otro tiempo abundante: el tiempo para la holganza, el ensueño, la contemplación y la reflexión o la acción, tanto o más libres y relajadas como gratificantes y hasta, en ocasiones, creativas.
Por otra parte se observa que el moderno individualismo no vino a liberar a los hombres de las relaciones de dominación y dependencia (y del desprecio por el trabajo ordinario) presentes en las sociedades jerárquicas anteriores, sino a racionalizarlas y mantenerlas bajo nuevas formas. Veblen, en su Teoría de la clase ociosa (1899) advirtió pioneramente cómo la asociación de la respetabilidad social a la riqueza poseída, permitió perpetuar bajo el capitalismo la por él denominada "clase ociosa" y el desprecio por los trabajos de la vida ordinaria, propios de sociedades jerárquicas anteriores. Recordemos las condiciones que este autor establece para que la propiedad privada y la clase ociosa (en cuanto que está liberada de las tareas ordinarias que reclama la existencia material de la población) puedan prosperar:
1º "La comunidad debe disponer de medios de subsistencia lo suficientemente grandes como para permitir que una parte importante de la comunidad esté exenta de dedicarse al trabajo rutinario".
2º. "La comunidad debe tener hábitos de vida depredadores; es decir, hombres habituados a infringir daños por la fuerza o mediante estratagemas" (cuyas "hazañas" se valoran por encima del trabajo ordinario).
Con el advenimiento del capitalismo disminuyen las posibilidades de obtener botín mediante "hazañas" bélicas o cinegéticas, "a la vez que aumentan, en radio de acción y facilidad, las oportunidades de realizar agresiones industriales (o financieras) y acumular propiedad por los métodos cuasipacíficos de la empresa nómada". Por lo que, desde este punto de vista, no anduvo desencaminado Benjamín Constant (1813) cuando señaló que "la guerra y el comercio no son más que dos medios diferentes de alcanzar el mismo fin: el de poseer aquello que se desea". Siendo directamente medible, en el capitalismo, el botín alcanzado en las "hazañas" (que se vincula al prestigio social) a través de la riqueza pecuniaria acumulada.
Cuando en una sociedad como la nuestra se asocia la respetabilidad de los ciudadanos a su nivel de riqueza, se desata entre éstos una lucha por la "reputación pecuniaria" que crea un estado de insatisfacción crónica generalizada. Pues, como ya Veblen advirtió, dada la naturaleza del problema, es evidente que está fuera de toda posibilidad que la sociedad pueda lograr un nivel de riqueza que satisfaga los deseos de emulación pecuniaria que se han desatado entre los ciudadanos. Si a esto se añade que, con la llamada "sociedad de consumo" se han ampliado y complicado sobremanera las necesidades elementales que reclamaba la supervivencia y encarecido la posibilidad de hacerles frente, tenemos que, al decir de Illich (1992), el homo economicus ha hecho las veces de eslabón intermedio en la transfiguración de la naturaleza humana desde el homo sapiens hacia el homo miserabilis: "al igual que la crema batida se convierte súbitamente en mantequilla, el homo miserabilis apareció recientemente, casi de la noche a la mañana, a partir de una mutación del homo oeconomicus, el protagonista de la escasez. La generación que siguió a la segunda guerra mundial fue testigo de este cambio de estado de la naturaleza humana desde el hombre común al hombre necesitado (needy man)". La racionalidad parcelaria desplegada trajo consigo la irracionalidad global, así como la paradoja de que la economía, en vez de combatir la escasez, favorece los procesos que se encargan de agravarla y extenderla por el mundo. Escasez que no sólo alcanza a los "bienes" y al dinero u otros tipos de "activos", ¡sino hasta al propio trabajo!. Lo que hace que los individuos estén dispuestos a inmolar su vida al trabajo (penoso y dependiente) con más ahínco que antes. A la vez que se acentúa la jerarquía y la dominación dentro del propio mundo del trabajo, al promover y privilegiar constantemente aquellas tareas que, por ser fuente de "botín", están más vinculadas a la adquisición de la riqueza que a la producción (material) de la misma. Así, la máquina no ha conseguido liberar a los hombres de las servidumbres del trabajo, sino que éste sigue siendo una fuente importante de crispación que alcanza tanto a los parados, como a los ocupados, y hasta a la llamada por Veblen “clase ociosa”, cada vez más embarcada en la carrera de la “competitividad” y esclavizada por insaciables afanes de acumular poder y dinero.
Por otra parte, a la vez que se habla de "globalización" económico-financiera, el aumento del paro y de la "precarización" del trabajo nos conduce hacia un panorama social crecientemente segmentado y distante de esa sociedad de individuos libres e iguales de la que nos habla la utopía liberal. En efecto, además de la división entre parados y ocupados, se amplía un abanico de retribuciones que varían en sentido inverso a la penosidad o desutilidad que genera el propio trabajo. Por las razones antes apuntadas, el capitalismo perpetúa la situación observada en las sociedades jerárquicas anteriores, donde quienes realizan las tareas más duras y degradantes son los que reciben menores retribuciones.
Las teorías del “capital humano” buscan explicar, mediante razonamientos tautológicos dentro del propio campo del valor, la desigual distribución de los salarios, cerrando los ojos hacia otras explicaciones que enraízan tal desigualdad en estructuras sociales y mentales que prolongan esquemas de funcionamiento propios de sociedades jerárquicas anteriores. A la vez que tales teorías ignoran la sinrazón que supone, dentro de su propio campo de razonamiento, que en el sistema capitalista los utilizadores de ese “capital humano” no se preocupen de amortizarlo sino sólo de explotarlo (tal enfoque sería más coherente con un sistema esclavista, en el que la amortización del esclavo entraría lógicamente en los cálculos del amo). Curiosamente la pretensión de cerrar el razonamiento en el propio campo del valor y de reducir las personas a capitales, acabó entrando así en contradicción con los principios libertarios de la utopía liberal sobre la que originariamente se apoyó.
Por último quiero subrayar que los mecanismos y afanes de acumulación pecuniaria desatados con el capitalismo, no sólo influyeron sobre el mundo del trabajo, de la salarización y el paro, sino también sobre el llamado “tiempo libre”, que aparece invadido por lo que Ivan Illich ha llamado el “trabajo sombra” (shadow work) (Illich, 1981). En efecto, tanto las administraciones públicas como las empresas tienden a obligar a los individuos a realizar tareas poco gratificantes que, sin ser “trabajo”, les ocupan una fracción creciente de su “tiempo libre” (tiempo de transporte para ir al trabajo, para cumplimentar declaraciones de impuestos, hacer gestiones, etc). De esta manera la parte de “tiempo libre” destinada a actividades gratificantes o al simple reposo, se ve cada vez más recortada sin que haya apenas protestas organizadas que frenen esta tendencia (en parte porque el movimiento sindical se ocupa sólo del trabajo, como acostumbran a precisar sus siglas).
Perspectivas
A la luz de lo anterior se observa que el movimiento sindical ha sido tributario de la propia mitología del trabajo y de la constelación de ideas que la envuelven, que se impusieron con la civilización industrial y con el capitalismo. Por lo que este movimiento se ve incapacitado para trascenderlos sin revisar sus propios fundamentos y cometidos. Siendo hoy urgente hacer que sus preocupaciones, y sus reivindicaciones, vayan mucho más allá del campo del trabajo, y de la producción, para ocuparse también del paro, del “tiempo libre” y de la destrucción social y ambiental originados en el curso del proceso económico. Para lo cual es imprescindible deshacer críticamente la noción misma de trabajo. Hay que dejar de mendigar trabajo en general, pensando ingenuamente que el sistema actual puede volver de verdad a situaciones de pleno empleo. Hay que matizar las exigencias y las reivindicaciones para que sean a la vez más deseables y realistas, defendiendo ciertos trabajos y no otros, cierto “tiempo libre” y no otro plagado de tareas impuestas y penosas, algunas actividades dependientes pero sobre todo otras que no lo son,...
Si pedir al actual sistema pleno empleo asalariado es pedir peras al olmo, será mejor admitirlo y exigir, en consecuencia, la reconversión de los cuantiosos recursos destinados a paliar el paro y sus secuelas, no sólo hacia el reparto del trabajo asalariado, sino a facilitar medios que permitan a las personas resolver directamente sus problemas de intendencia mediante formas de actividad (individuales, familiares o cooperativas) que escapen a la lógica empresarial capitalista y desengancharse así lo más posible de ese trabajo asalariado que el sistema les escatima: por ejemplo, si una parte de la población se encuentra en dificultades para sufragar con ingresos salariales necesidades tan elementales como las de vivienda, parecería más realista facilitar y regular, en vez de penalizar, la autoconstrucción y la okupación y rehabilitación del patrimonio inmobiliario hoy abandonado y en deterioro.
Las perspectivas que ofrece la encrucijada actual están plagadas de incertidumbre, pero en términos generales han de oscilar entre los dos extremos siguientes.
El de una situación en la que se sigan dando nuevas vueltas de tuerca al aumento conjunto del paro y del trabajo compulsivo, de la competitividad, la insolidaridad y la segmentación social. Situación consustancial a una sociedad que permanecería prisionera de la mitología del trabajo y de las ideas que la envuelven, siendo incapaz de reaccionar para poner coto a las tendencias mencionadas, y de un movimiento sindical limitado a discutir las retribuciones de los asalariados y a pedir las peras del pleno empleo asalariado al olmo de la presente sociedad capitalista.
O bien el de una situación en la que se practique una reducción consciente del dominio de la producción mercantil y del trabajo asalariado en favor de actividades más libres, creativas y cooperativas. A la vez que se redistribuye y reorganiza el propio campo del trabajo asalariado, a fin de evitar la actual dicotomía entre el paro y el trabajo compulsivo y de corregir la creciente asimetría entre la retribución y la penosidad del trabajo, y que se revisa críticamente la propia noción de "tiempo libre" , para defenderla de las servidumbres del "trabajo sombra" antes mencionado. Situación que sería consustancial con una sociedad que escape a la fe beata en un progreso apoyado en la noción de producción, con todas sus derivaciones, y con un movimiento sindical que haya sabido ver más allá de la noción de trabajo, para abrir su reflexión y su reivindicación en los sentidos arriba mencionados.
En suma, que reflexionar sobre las causas profundas de nuestros males y, en el caso que nos ocupa, sobre los presupuestos ideológicos que orientan espontáneamente nuestro modo de percibir y de aceptar todo lo tocante al trabajo, es el primer paso para superarlos. Esperemos que el presente desbroce contribuya en alguna medida a ello.
Así las cosas, con los economistas llamados "neoclásicos" de finales del siglo XIX se apunta un nuevo desplazamiento conceptual del que todavía, a mi juicio, no han se han extraído todas sus consecuencias sobre la razón productivista del trabajo. El desplazamiento vino dado por la hegemonía de un nuevo factor de producción: el Capital, considerado inicialmente como un útil colaborador de la Tierra y del Trabajo en las tareas productivas, pasó a eclipsarlos, al postular estos autores que, en última instancia, Tierra y Trabajo eran sustituibles por Capital, que aparecía así como el factor limitativo último del proceso de producción de riqueza.
La hipótesis de la perfecta sustituibilidad de los factores de producción, permitió rematar el cierre conceptual de la noción de sistema económico en el universo de los valores pecuniarios, haciéndolo ganar en simplicidad y en coherencia lógica. Pero a la vez lo aisló de los aspectos físicos, sociales e institucionales en los que se enmarcaba obligadamente su funcionamiento. Una vez cortado el cordón umbilical que unía originariamente lo económico a las dimensiones físicas y humanas, una vez indicado que producir era simplemente obtener un "valor añadido" a base de revender con beneficio, la preocupación social fue derivando desde la producción de la riqueza hacia adquisición de la misma. Y la contrapartida expresable en términos monetarios (generalmente en forma de salario), se erigió en el único criterio delimitatorio que señalaba la frontera entre aquellas actividades que se consideraban trabajo y aquellas que no entraban en esta designación. Así, por ejemplo, las tareas de las "amas de casa" no se consideraban trabajo (ni producción, ni renta, ni consumo), pero las del "servicio doméstico" sí. Lo cual da lugar a paradojas como la que se subraya al comentar que basta con que un gentleman se case con su cocinera, para que disminuya el trabajo (la producción, la renta y el consumo), aunque siga haciéndole la misma comida. Sin embargo la actividad (asalariada) de los funcionarios era considerada trabajo fuente de producción (y consumo) de servicios (imputados), aunque no estuvieran destinados a la venta. Lo mismo que la actividad remunerada de los deportistas profesionales se considera trabajo, pero no la de los amateurs, aunque ambas reclamen esfuerzos similares. De ahí que las actividades que la economía estándar engloba bajo la denominación de trabajo (es decir, las que se realizan para obtener una contrapartida monetaria o monetizable y no por el afán mismo de realizarlas) coincidan con aquellas que los antiguos griegos y romanos consideraban impropias de hombres libres, como lo confirma el significado originario de los términos que hoy se emplean para designarlo (tripalium, duleia,...). Actividades que el creciente proceso de salarización desatado por el capitalismo se encarga de extender por todo el cuerpo social.
En el terreno de los hechos, la en otro tiempo tan ponderada "producción material" fue quedando relegada a la "periferia tercermundista", mientras las metrópolis del capitalismo orientan preferentemente su actividad hacia la compra de productos terminados o de piezas a ensamblar. La tarea de estas últimas ya no se centra tanto en la producción y exportación de manufacturas como en la venta de "servicios" y en el comercio de activos patrimoniales, equilibrando sus balanzas de pagos con las entradas de capital a corto y el funcionamiento del mercado de divisas. Los “cuellos azules” no sólo fueron dando paso a los “cuellos blancos”, sino que estos mismos se fueron reconvirtiendo hacia las necesidades que imponía el manejo informatizado de la gestión y las finanzas e invirtiendo cada vez más esfuerzos en la llamada “lucha por la competitividad”. En suma, el peso creciente del mundo financiero, de la información, la comercialización y la gestión en la adquisición de la riqueza, se mantiene a la sombra de la idea smithiana de sistema económico centrado en la producción de mercancías, la frugalidad y el trabajo, que todavía perdura como paradigma interpretativo cuyas funciones explicativas se ven suplidas por aquellas otras de justificatorias del statu quo.
Como consecuencia de lo anterior, fue perdiendo apoyo la antigua razón productivista del trabajo que se mantuvo, no sólo por inercia conformista, como otras reminiscencias físico-utilitarias que todavía impregnan al agregado del Producto Nacional y a la propia noción de productividad, sino porque la configuración de nuestras sociedades le otorgó nuevo respaldo. En efecto, cuando decaía la vieja razón productivista del trabajo enunciada por la "economía política", la consideración del trabajo como meta social e individual cobró nueva fuerza. Los pobres pasaron de pedir pan a pedir trabajo, y el burgués pasó de ser, como decía en otro tiempo la canción, "insaciable y cruel", a convertirse en un bonacible "creador de puestos de trabajo". Y es que una vez eliminadas las instituciones que daban sustento y cobijo al individuo en las sociedades anteriores al capitalismo, una vez reducida a la mínima expresión la familia, la tribu o la ciudad, como elementos que arropaban física y socialmente al individuo, el trabajo cobró cada vez más importancia como medio para relacionarse y promocionarse en el terreno profesional, económico y social. El trabajo se acabó convirtiendo así, como decía Max Weber, "en el factor principal de un régimen de 'ascetismo intramundano', en respuesta al sentimiento de soledad y aislamiento del hombre" (E. Fromm, 1979). Este sentimiento se hace sentir con fuerza en las actuales conurbaciones y se agrava, cuando el desarraigo que en ellas se genera no encuentra la válvula de escape del trabajo como medio de evasión, relación y promoción social al alcance de los individuos. La frustración del paro suele ser la chispa que desencadena el alcoholismo, la drogadicción, la delincuencia,... que arrastran a los individuos por la pendiente de la marginación social y el deterioro personal. A la vez que las importantes tasas de paro "estructural" hacen que la búsqueda obsesiva de trabajo, y el afán de inmolarse a él, sean moneda común en nuestros tiempos, reforzando un nuevo ascetismo del trabajo todavía más compulsivo del que se desprende de la antigua razón productivista. Ascetismo que paradójicamente, se revela en franca contradicción con el hedonismo que predica la llamada "sociedad de consumo". Extremando la incapacidad de trabajadores y parados para disfrutar incluso de un recurso en otro tiempo abundante: el tiempo para la holganza, el ensueño, la contemplación y la reflexión o la acción, tanto o más libres y relajadas como gratificantes y hasta, en ocasiones, creativas.
Por otra parte se observa que el moderno individualismo no vino a liberar a los hombres de las relaciones de dominación y dependencia (y del desprecio por el trabajo ordinario) presentes en las sociedades jerárquicas anteriores, sino a racionalizarlas y mantenerlas bajo nuevas formas. Veblen, en su Teoría de la clase ociosa (1899) advirtió pioneramente cómo la asociación de la respetabilidad social a la riqueza poseída, permitió perpetuar bajo el capitalismo la por él denominada "clase ociosa" y el desprecio por los trabajos de la vida ordinaria, propios de sociedades jerárquicas anteriores. Recordemos las condiciones que este autor establece para que la propiedad privada y la clase ociosa (en cuanto que está liberada de las tareas ordinarias que reclama la existencia material de la población) puedan prosperar:
1º "La comunidad debe disponer de medios de subsistencia lo suficientemente grandes como para permitir que una parte importante de la comunidad esté exenta de dedicarse al trabajo rutinario".
2º. "La comunidad debe tener hábitos de vida depredadores; es decir, hombres habituados a infringir daños por la fuerza o mediante estratagemas" (cuyas "hazañas" se valoran por encima del trabajo ordinario).
Con el advenimiento del capitalismo disminuyen las posibilidades de obtener botín mediante "hazañas" bélicas o cinegéticas, "a la vez que aumentan, en radio de acción y facilidad, las oportunidades de realizar agresiones industriales (o financieras) y acumular propiedad por los métodos cuasipacíficos de la empresa nómada". Por lo que, desde este punto de vista, no anduvo desencaminado Benjamín Constant (1813) cuando señaló que "la guerra y el comercio no son más que dos medios diferentes de alcanzar el mismo fin: el de poseer aquello que se desea". Siendo directamente medible, en el capitalismo, el botín alcanzado en las "hazañas" (que se vincula al prestigio social) a través de la riqueza pecuniaria acumulada.
Cuando en una sociedad como la nuestra se asocia la respetabilidad de los ciudadanos a su nivel de riqueza, se desata entre éstos una lucha por la "reputación pecuniaria" que crea un estado de insatisfacción crónica generalizada. Pues, como ya Veblen advirtió, dada la naturaleza del problema, es evidente que está fuera de toda posibilidad que la sociedad pueda lograr un nivel de riqueza que satisfaga los deseos de emulación pecuniaria que se han desatado entre los ciudadanos. Si a esto se añade que, con la llamada "sociedad de consumo" se han ampliado y complicado sobremanera las necesidades elementales que reclamaba la supervivencia y encarecido la posibilidad de hacerles frente, tenemos que, al decir de Illich (1992), el homo economicus ha hecho las veces de eslabón intermedio en la transfiguración de la naturaleza humana desde el homo sapiens hacia el homo miserabilis: "al igual que la crema batida se convierte súbitamente en mantequilla, el homo miserabilis apareció recientemente, casi de la noche a la mañana, a partir de una mutación del homo oeconomicus, el protagonista de la escasez. La generación que siguió a la segunda guerra mundial fue testigo de este cambio de estado de la naturaleza humana desde el hombre común al hombre necesitado (needy man)". La racionalidad parcelaria desplegada trajo consigo la irracionalidad global, así como la paradoja de que la economía, en vez de combatir la escasez, favorece los procesos que se encargan de agravarla y extenderla por el mundo. Escasez que no sólo alcanza a los "bienes" y al dinero u otros tipos de "activos", ¡sino hasta al propio trabajo!. Lo que hace que los individuos estén dispuestos a inmolar su vida al trabajo (penoso y dependiente) con más ahínco que antes. A la vez que se acentúa la jerarquía y la dominación dentro del propio mundo del trabajo, al promover y privilegiar constantemente aquellas tareas que, por ser fuente de "botín", están más vinculadas a la adquisición de la riqueza que a la producción (material) de la misma. Así, la máquina no ha conseguido liberar a los hombres de las servidumbres del trabajo, sino que éste sigue siendo una fuente importante de crispación que alcanza tanto a los parados, como a los ocupados, y hasta a la llamada por Veblen “clase ociosa”, cada vez más embarcada en la carrera de la “competitividad” y esclavizada por insaciables afanes de acumular poder y dinero.
Por otra parte, a la vez que se habla de "globalización" económico-financiera, el aumento del paro y de la "precarización" del trabajo nos conduce hacia un panorama social crecientemente segmentado y distante de esa sociedad de individuos libres e iguales de la que nos habla la utopía liberal. En efecto, además de la división entre parados y ocupados, se amplía un abanico de retribuciones que varían en sentido inverso a la penosidad o desutilidad que genera el propio trabajo. Por las razones antes apuntadas, el capitalismo perpetúa la situación observada en las sociedades jerárquicas anteriores, donde quienes realizan las tareas más duras y degradantes son los que reciben menores retribuciones.
Las teorías del “capital humano” buscan explicar, mediante razonamientos tautológicos dentro del propio campo del valor, la desigual distribución de los salarios, cerrando los ojos hacia otras explicaciones que enraízan tal desigualdad en estructuras sociales y mentales que prolongan esquemas de funcionamiento propios de sociedades jerárquicas anteriores. A la vez que tales teorías ignoran la sinrazón que supone, dentro de su propio campo de razonamiento, que en el sistema capitalista los utilizadores de ese “capital humano” no se preocupen de amortizarlo sino sólo de explotarlo (tal enfoque sería más coherente con un sistema esclavista, en el que la amortización del esclavo entraría lógicamente en los cálculos del amo). Curiosamente la pretensión de cerrar el razonamiento en el propio campo del valor y de reducir las personas a capitales, acabó entrando así en contradicción con los principios libertarios de la utopía liberal sobre la que originariamente se apoyó.
Por último quiero subrayar que los mecanismos y afanes de acumulación pecuniaria desatados con el capitalismo, no sólo influyeron sobre el mundo del trabajo, de la salarización y el paro, sino también sobre el llamado “tiempo libre”, que aparece invadido por lo que Ivan Illich ha llamado el “trabajo sombra” (shadow work) (Illich, 1981). En efecto, tanto las administraciones públicas como las empresas tienden a obligar a los individuos a realizar tareas poco gratificantes que, sin ser “trabajo”, les ocupan una fracción creciente de su “tiempo libre” (tiempo de transporte para ir al trabajo, para cumplimentar declaraciones de impuestos, hacer gestiones, etc). De esta manera la parte de “tiempo libre” destinada a actividades gratificantes o al simple reposo, se ve cada vez más recortada sin que haya apenas protestas organizadas que frenen esta tendencia (en parte porque el movimiento sindical se ocupa sólo del trabajo, como acostumbran a precisar sus siglas).
Perspectivas
A la luz de lo anterior se observa que el movimiento sindical ha sido tributario de la propia mitología del trabajo y de la constelación de ideas que la envuelven, que se impusieron con la civilización industrial y con el capitalismo. Por lo que este movimiento se ve incapacitado para trascenderlos sin revisar sus propios fundamentos y cometidos. Siendo hoy urgente hacer que sus preocupaciones, y sus reivindicaciones, vayan mucho más allá del campo del trabajo, y de la producción, para ocuparse también del paro, del “tiempo libre” y de la destrucción social y ambiental originados en el curso del proceso económico. Para lo cual es imprescindible deshacer críticamente la noción misma de trabajo. Hay que dejar de mendigar trabajo en general, pensando ingenuamente que el sistema actual puede volver de verdad a situaciones de pleno empleo. Hay que matizar las exigencias y las reivindicaciones para que sean a la vez más deseables y realistas, defendiendo ciertos trabajos y no otros, cierto “tiempo libre” y no otro plagado de tareas impuestas y penosas, algunas actividades dependientes pero sobre todo otras que no lo son,...
Si pedir al actual sistema pleno empleo asalariado es pedir peras al olmo, será mejor admitirlo y exigir, en consecuencia, la reconversión de los cuantiosos recursos destinados a paliar el paro y sus secuelas, no sólo hacia el reparto del trabajo asalariado, sino a facilitar medios que permitan a las personas resolver directamente sus problemas de intendencia mediante formas de actividad (individuales, familiares o cooperativas) que escapen a la lógica empresarial capitalista y desengancharse así lo más posible de ese trabajo asalariado que el sistema les escatima: por ejemplo, si una parte de la población se encuentra en dificultades para sufragar con ingresos salariales necesidades tan elementales como las de vivienda, parecería más realista facilitar y regular, en vez de penalizar, la autoconstrucción y la okupación y rehabilitación del patrimonio inmobiliario hoy abandonado y en deterioro.
Las perspectivas que ofrece la encrucijada actual están plagadas de incertidumbre, pero en términos generales han de oscilar entre los dos extremos siguientes.
El de una situación en la que se sigan dando nuevas vueltas de tuerca al aumento conjunto del paro y del trabajo compulsivo, de la competitividad, la insolidaridad y la segmentación social. Situación consustancial a una sociedad que permanecería prisionera de la mitología del trabajo y de las ideas que la envuelven, siendo incapaz de reaccionar para poner coto a las tendencias mencionadas, y de un movimiento sindical limitado a discutir las retribuciones de los asalariados y a pedir las peras del pleno empleo asalariado al olmo de la presente sociedad capitalista.
O bien el de una situación en la que se practique una reducción consciente del dominio de la producción mercantil y del trabajo asalariado en favor de actividades más libres, creativas y cooperativas. A la vez que se redistribuye y reorganiza el propio campo del trabajo asalariado, a fin de evitar la actual dicotomía entre el paro y el trabajo compulsivo y de corregir la creciente asimetría entre la retribución y la penosidad del trabajo, y que se revisa críticamente la propia noción de "tiempo libre" , para defenderla de las servidumbres del "trabajo sombra" antes mencionado. Situación que sería consustancial con una sociedad que escape a la fe beata en un progreso apoyado en la noción de producción, con todas sus derivaciones, y con un movimiento sindical que haya sabido ver más allá de la noción de trabajo, para abrir su reflexión y su reivindicación en los sentidos arriba mencionados.
En suma, que reflexionar sobre las causas profundas de nuestros males y, en el caso que nos ocupa, sobre los presupuestos ideológicos que orientan espontáneamente nuestro modo de percibir y de aceptar todo lo tocante al trabajo, es el primer paso para superarlos. Esperemos que el presente desbroce contribuya en alguna medida a ello.
Bibliografía
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© Copyright Scripta Nova, 2002
Ficha bibliográfica:
NAREDO, J.M. Configuración y crisis del mito del trabajo. Scripta Nova, Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, vol. VI, nº 119 (2), 2002. [ISSN: 1138-9788] http://www.ub.es/geocrit/sn/sn119-2.htm
Fuente: http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn119-2.htm
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