jueves, 18 de diciembre de 2014

CONFIGURACIÓN Y CRISIS DEL MITO DEL TRABAJO (I)

17 de diciembre de 2014.



José Manuel Naredo. 
Universidad Politécnica de Madrid.

La noción actual de trabajo no es una categoría antropológica ni, menos aún, un invariante de la naturaleza humana1. Se trata, por el contrario, de una categoría profundamente histórica. El trabajo, como categoría homogénea, se afianzó allá por el siglo XVIII junto con la noción unificada de riqueza, de producción y la propia idea de sistema económico para dar lugar a una disciplina nueva: la economía. La razón productivista del trabajo surgió y evolucionó, así, junto con el aparato conceptual de la ciencia económica. En esta comunicación se pasará revista a esta evolución revelando, en este caso, la conexión entre ciencia, ideología y sociedad y entre el lenguaje científico y el lenguaje ordinario, que reviste particular importancia en las ciencias sociales. De esta manera, al situar en amplia perspectiva la razón productivista del trabajo, podremos relativizarla y criticarla. 
El plan de la exposición será el siguiente. En una primera parte se pasará revista a los valores, concepciones y modos de vida que predominaron en las sociedades humanas antes de que se extendiera la idea actual de trabajo. En una segunda parte se analizará el caldo de cultivo ideológico en el que nació la razón productivista del trabajo, que acabó configurando tanto al cuerpo social como al comportamiento individual en la actual civilización. En una tercera parte, se pasará revista a los hechos que están provocando la crisis conjunta de la función productivista y social que se le venía atribuyendo al trabajo en nuestras sociedades. Por último se apuntarán las perspectivas que tal crisis ofrece.


Antes de que se inventara el trabajo

Las llamadas "sociedades primitivas" ofrecen un primer ejemplo de sociedades no estructuradas por el trabajo. La antropología ofrece hoy abundantes materiales2 que muestran que en estas sociedades la noción de trabajo no tiene ni el soporte conceptual ni la incidencia social que hoy tiene en la nuestra. En primer lugar, se observa que su lenguaje carece de un término que pueda identificarse con la noción actual de trabajo: o bien cuentan con palabras con significado más restringido (que designan actividades concretas) o mucho más amplio (que puede englobar hasta la actitud pensante o meditabunda del "chaman"). No existe en ellas una distinción clara entre actividades que se suponen productivas y el resto. Como tampoco atribuyen una relación precisa entre las actividades individuales que conllevan aprovisionamiento o esfuerzo y sus contrapartidas utilitarias o retributivas, habida cuenta que entre ambos extremos se interponen relaciones de redistribución y reciprocidad ajenos a dichas actividades. Por otra parte las actividades directamente relacionadas con el aprovisionamiento y la subsistencia ocupaba en estas sociedades un tiempo muy inferior a la jornada laboral actual3.

Lo cual indujo a Marshall Sahlins a hablar de "Edad de Piedra, Edad de abundancia" (como reza el título de la traducción española de su libro antes citado) para resaltar que "la escasez no es una propiedad intrínseca de los medios técnicos, sino que su percepción nace de relacionar medios con fines" y que los medios técnicos de que disponían las "sociedades primitivas" les permitían cubrir con mucha más holgura sus fines de lo que ocurre en las actuales sociedades "tecnológicas", estando por lo tanto aquellas más cerca de la abundancia que éstas. Ello se debe sobre todo a que en las sociedades cazadoras y recolectoras no existía el afán de acumular riquezas o excedentes que se observa en la nuestra: para ellas los stocks de riquezas estaban en la naturaleza y no tenía sentido acumularlos, ni era posible acarrearlos. La acumulación empezó a tomar cuerpo en forma de trofeos (y, muy particularmente, de esclavos) que acreditaban las hazañas militares y, con ello, el prestigio social de los antiguos jefes de bandas de caza. Surgió así el desprecio que el temperamento aristocrático otorga a las tareas rutinarias más comunes, tendentes a asegurar la intendencia diaria, que fueron quedando a cargo de mujeres o esclavos.

Tras el largo paréntesis del neolítico, las sociedades con Estado acabaron afianzando y extendiendo la forma de proceder antes apuntada, tendente a segregar actividades y personas serviles. Entre éstas la Grecia clásica ofrece un segundo ejemplo de sociedad no estructurada por el trabajo de especial interés para nuestros efectos. Tampoco existía en ella una palabra equivalente a la noción actual de trabajo. La palabra ponos servía para designar una actividad penosa, pero no establecía una correspondencia biunívoca con la obra (ergon), ni podía englobar el listado tan variopinto de actividades que abarca la noción actual de trabajo, como si de algo homogéneo se tratara. Tampoco existía otra palabra para designar ese conjunto homogéneo que actualmente vincula tareas relacionadas con la obtención y el abastecimiento de bienes y servicios, con la realización personal y la relación social. Existía una visión atomizada de las actividades, que suscitaban valoraciones sociales distintas. Pero no era tanto la manualidad o el esfuerzo exigido por las actividades lo que hacía calificarlas de serviles o degradantes, sino el carácter dependiente de quienes las practicaban. Se consideraban actividades libres aquellas que se realizaban por el placer mismo de ejercitarlas y no por finalidades o contrapartidas ajenas a ellas mismas, como podía ser la dedicación a la filosofía, la política, las artes... o el deporte y las artes marciales. A la vez que se estimaba indigno del hombre libre desarrollar sus capacidades para obtener una ganancia. Por ejemplo, se consideraba servil la actividad de bailarines o atletas profesionales, por muy admirable que fuera su destreza. Al igual que las tareas realizadas por esclavos en general, o por mercenarios asalariados, porque dependían de un amo, y también en menor medida las de los artesanos o los mercaderes (guiados por fines lucrativos) aunque realizaran tareas para el conjunto de la sociedad.

Hemos de recordar que "la mayoría de las sociedades esclavistas poseen un vocabulario amplio que cubre diversas condiciones de servidumbre que ya no tienen equivalente en nuestras lenguas y que reflejamos uniformemente por 'esclavo'"4: hoy solemos considerar la "esclavitud" como una categoría homogénea de dependencia que acostumbramos a anteponer a aquella otra del "trabajo asalariado". Se ignora, por ejemplo, que había hombres libres que se esclavizavan voluntariamente con ánimo de mejorar su situación, al ponerse al servicio de personas ricas, cultas e influyentes esperando participar en alguna medida de su poder, riqueza, protección, etc. Así, muchos administradores del Imperio Romano eran esclavos del emperador o de los potentados de la época, especificándose jurídicamente relaciones de fidelidad y dependencia absolutas que, de hecho, se han seguido produciendo en el mundo de la política y de la empresa, sin respaldo jurídico formal. Por otra parte, en las sociedades precapitalistas la esclavitud no fué una relación tan generalizada y determinante como comunmente se piensa: incluso en el agro de la Roma Imperial los campesinos libres solían predominar sobre los esclavos. Sin embargo, escapa al propósito de este artículo hacer una exposición detallada de las relaciones sociales que tenían lugar en las sociedades llamadas precapitalistas.

Hay que advertir que en la Grecia clásica no había la acumulación de fortunas que después se observó en el Imperio Romano. Según Platón, las familias más ricas no llegaban a tener medio centenar de esclavos. En Atica venía a haber unos tres esclavos por cada persona libre, dedicándose por término medio dos tercios de ellos a la agricultura, las minas y canteras, las artesanías o el transporte, y el tercio restante a tareas domésticas o de compañía. Debe llamar a reflexión la paradoja de que, en la antigua Grecia, con tres esclavos por persona, los ciudadanos libres conseguían evitar las tareas serviles e incluso pretendían escapar con éxito, de acuerdo con varios pensadores de la época, del reino de la necesidad, mientras que hoy, en nuestro país, utilizamos una energía equivalente a más de treinta "esclavos mecánicos" per cápita y nos sentimos cada vez más empeñados en realizar un trabajo dependiente: es como si necesitáramos esclavizarnos cada vez más para comprar los servicios de un mayor número de esclavos o acumular las riquezas necesarias para ello.

La evolución del lenguaje refleja la generalización por todo el cuerpo social de relaciones de trabajo dependientes que en otro tiempo se veían como un atentado a la dignidad del hombre libre: en el griego moderno la palabra dulia significa trabajo en general, como transposición directa de la palabra esclavitud (duleia) en el griego antiguo.

En Roma siguió predominando el desprecio por las tareas ordinarias y generalmente penosas, relacionadas con la subsistencia y el abastecimiento. Pero también este desprecio enraizaba en el carácter dependiente que solía acompañar a esos trabajos. Así, como especifica Cicerón, "cuanto tenga que ver con un salario es sórdido e indigno de un hombre libre, porque el salario en esas circunstancias es el precio de un trabajo y no de un arte;... todo artesanado es sórdido, como también lo es el comercio de reventa"5. No en vano trabajar y trabajo proceden de tripaliare y de tripalium, sustantivo que designa en latín un potro de tortura dotado de tres palos. Subrayemos que la otra acepción que recoge la noción actual de trabajo, la de labor, no se asociaba biunívocamente al opus, ya que se pensaba que la obra podía ser también fruto de la naturaleza o del ocio creador (otium). Así, no se mantenía la actual dicotomía ocio-trabajo, como hoy ocurre al otorgar al ocio un sentido totalmente improductivo y parasitario frente al trabajo como única fuente de creación. El problema estriba en que hoy se habla de ocio (y de trabajo) como si el significado de estas palabras hubiera sido siempre el mismo y otorgando a los puntos de vista hoy dominantes una universalidad de la que carecen. Cuando si había alguna constante en la Antigüedad era el desprecio por aquellas tareas dependientes y generalmente forzadas por la necesidad, que no se practicaban por el placer mismo de hacerlas, sino por sus retribuciones o contrapartidas utilitarias, tareas que hoy, por lo general, se engloban bajo la denominación de trabajo. El gran historiador Herodoto indicaba, confirmando estos extremos, que no podría afirmar que los griegos hubieran recibido de los egipcios el desprecio por el trabajo, por cuanto ese mismo desprecio por las relaciones de dependencia y por lo que los romanos llamaron después las "artes sórdidas", lo había apreciado también "entre los tracios, los escitas, los persas y los árabes"6.

En consonancia con lo anterior, las fiestas de los antiguos griegos y romanos era muy numerosas, al igual que las de otros pueblos de la Antigüedad. Celebraban la vuelta de las estaciones del año y los dioses que las personificaban, variando su carácter según el motivo de la celebración, oscilando entre las más graves dedicadas a Ceres o a Minerva, hasta el proverbial regocijo con que se vivían las "bacanales", después de la vendimia. Se celebraban también las Noemías, o primer día del mes lunar, los juegos Olímpicos y los diversos aniversarios memorables, que variaban según las ciudades. Y, recordemos que "los esclavos libraban los días festivos (...) al igual que las bestias de carga, de tiro y de labor"7.

En principio, el cristianismo hizo también suyo el desprecio por lo que hoy grosso modo denominamos trabajo: se tomó como castigo fruto de una maldición bíblica y no como un objetivo ni individual ni socialmente deseable, máxime cuando se propugnaba el despego hacia los bienes terrenales, presente en la Europa cristiana medieval. Por otra parte, tampoco existía en la Edad Media una visión unificada de las actividades que hoy llamamos productivas. Por ejemplo, en el siglo XIV, Duns Scoto establecía al menos tres grupos de actividades que requerían una consideración diferente. Por orden de valoración social decreciente estos grupos eran los de los aportatores, que aportaban la materia tomada de la madre-naturaleza para ser utilizada de forma más o menos mediata por los hombres, la de los inmutatores o melioratores, que hacían mudar la sustancia perfeccionándola con su actividad, y la de los conservatores, que comerciaban con, o trasegaban, la sustancia sin modificarla. Clasificación que, con ligeros retoques, se mantuvo hasta el advenimiento de la ciencia económica durante el siglo XVIII y que impregnaba todavía a los primeros formuladores de ésta.

Los planteamientos mencionados en el párrafo anterior se plasmaron también en el progresivo aumento de las fiestas religiosas, que llegaron a ocupar cerca de la mitad de los días del año en muchos de los pueblos de la Europa cristiana medieval: existen evidencias que muestran que incluso en las comunidades más atrasadas de Europa Central, se celebraban 182 fiestas al año 8. También debe de mover a reflexión la paradoja de que los calendarios laborales de los países de la Unión Europea ofrecen hoy día un número de días de fiesta muy inferior. Si tomamos como festivos todos los sábados y domingos del año y un mes de vacaciones (22 días laborables) tenemos un total de 126 días feriados, a los que hay que añadir las fiestas singulares de cada país. Curiosamente éstas sólo son 8 días al año en los países originariamente más dominados por el protestantismo y el calvinismo, mientras que todavía son 14 días en las más católicas España, Bélgica e Italia, totalizando así entre 132 y 140 días de fiesta. Esta información sobre los calendarios teóricos hay que cotejarla con datos sobre las horas realmente trabajadas por persona al año, que en ocasiones superan las previsiones de los calendarios, culminando en Gran Bretaña e Irlanda, donde rozan las 2.000, tras haber aumentado en los últimos años 9.

El cristianismo contribuyó también activamente a facilitar esta inflexión hacia el recorte de las fiestas, al proponer una creciente veneración del trabajo, que se fue imponiendo con el tiempo, junto al predominio del capitalismo. Esta inflexión en los hechos se apoya en otra inflexión en el pensamiento que no podemos más que esbozar aquí. Cabe buscar vestigios de esta inflexión en autores como San Agustín, que empieza a romper la antigua separación conceptual entre trabajo y obra, al utilizar el mismo término trabajo para designar una obra. O en el reconocimiento de Santo Tomás de que puede ser lícita la búsqueda de lucro de los mercaderes si retribuye a su propio trabajo en una función útil para la sociedad. Pero será sobre todo la regla Ora et labora, de San Benito, la que se empezó imponiendo en los monasterios, para afectar después al conjunto de la sociedad.

La búsqueda de la salvación por el trabajo u otras prácticas ascéticas y mortificatorias utilizadas por ciertas órdenes monásticas medievales, fue retomada después por Lutero y Calvino, por contraposición al cristianismo de los primeros tiempos, cuyas posiciones respecto al trabajo no diferían en lo esencial de las de los griegos y los romanos. El capitalismo naciente vio con buenos ojos las alabanzas a la vida "ordenada" por el trabajo y la regimentación monástica y militar. El toque de las campanas en los monasterios y de las trompetas en los campamentos y cuarteles, pronto se vería imitado por la sirena de las fábricas para que, por primera vez en la Historia, los hombres se levantaran al unísono, como dirigidos por un jefe invisible, para someterse a través del reloj al ritmo prefijado del proceso económico. En el siglo XVI, a la vez que las campanas de los relojes empezaron a sonar cada cuarto de hora, el trabajo se erigía en valor supremo al que debía plegarse la existencia del hombre. Se trataba de un trabajo abstracto y homogéneo, medible en unidades de tiempo, cuyo ritmo no debía perturbarse. El gran número de días festivos entonces existente empezó a parecer una desgracia: el despilfarro de un tiempo robado al trabajo. Así se identificó trabajo con actividad y se atribuyó al ocio un carácter meramente pasivo y parasitario, torciendo el significado antiguo de esta palabra, que se refería también a un ocio activo y creador: se pensaba que la simple actitud contemplativa permitía impulsar la actividad del pensamiento en todas sus manifestaciones, mientras que el trabajo penoso acostumbraba a frenarla. En suma, que se acabó imponiendo el nuevo evangelio del trabajo, según el cual se podía servir a Dios trabajando, al Estado, e incluso al individuo mismo.

Desde el punto de vista de los hechos, la antigua escalada festivo-religiosa se truncó al menos desde mediados del siglo XVII. Con la bula del papa Urbano VIII, Universa per orbe (1642), se produjo la primera reducción significativa de las fiestas de precepto, a la que seguirían otras muchas. Una de las últimas fue la que eliminó en nuestro país, en 1977, las fiestas de la Asunción y de San Pedro y San Pablo, que motivó un artículo mío sobre la "necrología de las fiestas" en Cuadernos para el Diálogo. En efecto, la eliminación de estas festividades refleja el sostenido afán de evitar interrupciones "estériles" en el tiempo de trabajo que, unido a la secularización progresiva de la sociedad, fue dando al traste con fiestas como las de San Juan Bautista, San Lorenzo, la Visitación, la Santa Cruz, el Día de Difuntos, los segundos y terceros días de las tres pascuas, etc., etc. Proceso al que la Iglesia no dudó en añadir las antes indicadas de la Ascensión, que ocupaba un lugar en la liturgia por lo menos desde San Eusebio (260-340), y la del martirio de los santos Pedro y Pablo, que ya era festejada con octava en tiempos del Papa San León (460-461). Aunque estos recortes de fiestas religiosas se suplieron, en parte, con la aparición de nuevas festividades y celebraciones civiles, el saldo neto fué obviamente negativo, como evidencian los 130-140 días feriados (incluidas vacaciones) que observan los calendarios laborales de los países de la Unión Europea, muy inferiores a los del calendario cristiano medieval.

Notas
(1) Una versión resumida de este texto se publicó en el nº 48 de la revista Archipiélago, sep.-oct. 2001.
(2) Véanse los referenciados por D. Méda, 1995.
(3) Como acredita la documentación manejada por Sahlins, M. (1972) y por otros autores citados en Naredo, J.M. (1996) y Méda (1995).
(4) Meillassoux, C. Antropología de la esclavitud, México, Siglo XXI Eds., 1990.
(5) Veyne, P., Historia de la vida privada. Imperio romano y antigüedad tardía, Vol.I, Dirigido por Ariès, P. y Duby, G., Madrid, Taurus, 1991.
(6) Cit. Mumford, 1935.
(7) Cfr. Veyne, 1992.
(8)Mumford, 1969.
(9) Sánchez, M.I. y Rasines, L.A., “El tiempo de trabajo en la Unión Europea y su reorganización”, Boletín Económico de ICE, nº 2522, nov. 1996.

© Copyright José Manuel Naredo, 2002
© Copyright Scripta Nova, 2002

Ficha bibliográfica:

NAREDO, J.M. Configuración y crisis del mito del trabajo. Scripta Nova, Revista Electrónica de Geografía y Ciencias Sociales, Universidad de Barcelona, vol. VI, nº 119 (2), 2002. [ISSN: 1138-9788] http://www.ub.es/geocrit/sn/sn119-2.htm

Fuente: http://www.ub.edu/geocrit/sn/sn119-2.htm

No hay comentarios:

Publicar un comentario